Pero piense el Gobierno que si España se le va de entre las manos, no podrá escudarse tras de una excusable negligencia. Cuando la negligencia llega a ciertos límites y compromete ciertas cosas sagradas, ya se llama traición.

José Antonio Primo de Rivera.
(F.E., núm. 15, 19 de julio de 1934)

martes, 31 de octubre de 2017

SOBRE EL HEROICO MAMARRACHO.

Pues si; ese mamarracho que todos ustedes están pensando, y que da muestras de su calaña al largarse con viento en popa -con viento de popa, quizá- para intentar eludir sus responsabilidades.

La mamarrachez viene definida por el hecho de que, cuando en rocambolesca travesía se marchó sibilinamente a Bruselas, al señor mamarrachón nadie le impedía irse a Bélgica, al Congo o a tomar... el fresco. El caso es hacerse la víctima y -sobre todo, me temo- darse importancia. Una importancia que ni tiene, ni nadie le da, salvo algún gilipollas belga al que quizá haría falta nombrarle a don Fadrique Álvarez de Toledo.

Pero es que estos mamarrachos son así. Se envalentonan con los palmeros a los que pagan -o dan carguitos, embajaditas, puestecitos en las listitas, todo muy pequeñito, muy de andar por casa, como de merienda en familia o butifarrada en la intimidad-; se ponen gallitos, se crecen, y acaban creyéndose alguien. Luego viene la dura realidad y les baja al suelo, ni siquiera a sopapos; les pone al nivel que les corresponde con un simple auto judicial.

Y los heroicos mamarrachos se largan, dejando a los paletos a los que han engañado para que no les reclamaran el tres por ciento huerfanitos de su sabio consejo. Se largan haciéndose los perseguidos, cuando nadie les hace caso, porque sólo dan pena.  

Y uno, que no sabe si reírse o cabrearse, porque estos pobres payasos, si bien no tienen gracia, tampoco dan la talla para que uno los tenga en cuenta para algo tan importante como el odio. Sólo dan asco y, si acaso, esa risa de circunstancias que a veces hay que usar para no ofender a quien cuenta un chiste malo.

Y -también- a uno le da algo de pena que España no tenga un Estado serio y eficiente. La rapidez -decía Rafael García Serrano- es una virtud que demuestra seguridad y elegancia. Hubiera resultado de la máxima elegancia que el mamarrachón hubiese pasado la noche del pasado viernes en la cárcel, lo que nos habría traído algo más de seguridad a todos. Especialmente, a los suyos; esos que ahora están -aunque no se atrevan aún a decirlo- cagándose en los ascendientes del mamarrachón. 

Por otra parte, parece que para esa celebración anglosajona, protestante y absurda del jalogüin, se está vendiendo mucho un disfraz de Puigdemon. 

Normal: es tiempo de fantasmas.







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