Aniversario de la
muerte del mejor escritor en lengua española de todos los tiempos –con permiso
de Cervantes, Quevedo y otros cuantos, que lo darán- que nos dejó -¡y cómo se
nota, coño!- en 1988: Rafael García Serrano.
Cada año –salvo el
pasado, que marré la fecha por primera vez en décadas, y en eso se ve el
aburrimiento que me produce esta actualidad vieja, cansada, apática, que me
hace olvidar incluso el calendario- quiero rendir mi modesto homenaje al
maestro Rafael.
Este año, que andamos
a vueltas con los cenutrios del separatismo catalán, quiero traer aquí un
artículo que Rafael escribía hace la friolera de 32 años. Se basaba en los
dimes y diretes del carajal autonómico que comenzaba a desparramarse en
idiotez, pequeñez y catetez, y desde ahí elaboraba uno de sus deliciosos
futuribles que –con demasiada frecuencia, por desgracia para España-se han ido
convirtiendo en casi realidad.
El número de los
tontos es infinito, y el maestro se los conocía a todos.
El porvenir
«León no formará
autonomía con Castilla»
(De EL ALCÁZAR de ayer)
SÁBADO, 15 DE ENERO
(83)
Primero fue León, que
no quiso formar parte de la autonomía Castilla-León, de modo que Segovia
reclamó y al final le dijeron que claro, que por qué no, que bien podía hacerse
una nacionalidad incluso con su capital y su provincia, y esto estimuló mucho
el ánimo secesionista español, de por sí tendencial y generosamente
desarrollado en cuanto falta comunidad de empresa, voluntad nacional y un par
de eso que ustedes saben y que, se nombren o no, son elementos sustanciales de
la unidad lo mismo, por ejemplo, en los Estados Unidos que en Rusia, en Francia
que en Perú, en Dinamarca que en China, y sigan ustedes soltando nombres
nacionales sin atarugarse, como si no concursasen en el «Un, dos, tres...»
Lérida se enfadó con
Barcelona, harta del centralismo de la Generalidad, y puso en el empeño el
tesón de su raya aragonesa, de modo que salió adelante con su Estatuto, no sin
antes haber empleado algunos trucos guerrilleros heredados directamente de
Indívil y Mandonio. Barcelona se movió mucho y bien, pero Gerona y Tarragona no
respondieron como se esperaba, porque realmente la cuestión les interesaba
mucho y estaban «a lo que estamos, tuerta». Cuando Lérida, por fin, fue libre/lliure,
Tarragona se movilizó en pro de su independencia, con su Cardenal y el Gran
Maestre de la Logia al frente, ocasión que aprovechó Gerona para hacer otro
tanto. En el caso de Tarragona el asunto se complicó una pizca porque Reus
planteó sus indiscutibles derechos y antiquísimas querellas —los de Reus
emplazaron la grupa del caballo de la estatua de su general Prim de modo que
pudiera ventosear en dirección Tarragona, y eso desde el lejanísimo tiempo en
que se alzó el monumento ecuestre, en plena Unidad de España— y con su
tenacidad comercial, el ímpetu de Prim, el valor de Prim y la inteligencia
sutilísima y política de Prim, que fue un gran diplomático, heredados por un
señor del Arrabal de Santa Ana, resolvió la papeleta a su favor en dos boleos, lo
cual excitó el independentismo de Tortosa, que ya que no era ni siquiera Expaña
prefería ser cualquier otra cosa menos una dependencia de la dinastía de los
Tartarines. Esto, escribió un cronista, «fue el punto que salía de la malla sin
que nadie lo remalle, aunque sea de Calella». En menos de un año Cataluña
ofreció al mundo el insólito espectáculo de partirse en treinta y cinco
nacionalidades; en dos, cincuenta y una. Y la ventanilla continuaba abierta día
y noche, porque los catalanes, gracias a Dios, son muy emprendedores.
«Euzkadi» saltó en
trece taifas del primer empentón, el batúa se fue al carajo y se retornó
al antiguo vascuence, que subsistía pese a la Academia Baska y que encontró de
nuevo los viejos dialectos. Si uno de Usúrbil iba a Gernika para cambiar sidra
por clavos —único sistema comercial que se utilizaba en la antaño industriosa,
rica y próspera región española—, tenía que valerse de la traducción
simultánea, del intérprete o de la lengua española, la compañera del Imperio,
que resultaba lo más rápido y lo más económico. Galicia descubrió la Parroquia
y el Cacicato como estados soberanos, si bien con socarrona moderación dentro
de una pródiga multiplicidad. En algunas nuevas nacionalidades subgalaicas se solicitó el Protectorado de la
Argentina, que con elegancia se limitó a prestar ayudas económicas y
facilidades para la emigración. Andalucía dio trescientas nacionalidades.
Murcia se hinchó de Cantones Independientes y contagió a buena parte de
Levante. Madrid, provincia, se dividió en ocho. Madrid, capital, tuvo el honor
de ser la descubridora de la Nacionalidad Vecinal, porque el Hotel Palace se declaró independiente y
bilingüe, con dos idiomas oficiales, el español y el catalán: había una facción
dentro del Palace que solicitaba su incorporación a la nacionalidad
barcelonesa, si bien con Estatuto diferente, y estalló como consecuencia una
guerra civil que devastó la provincia del vestíbulo, el comedor y el bar del
Palace. El servicio de «Caballeros» fue tomado a cuchillo (de cocina) y sólo en
esa acción se produjeron ocho bajas (tres muertos y cinco heridos). La ONU se
vio obligada a construir dos edificios más como el primitivo de Nueva York,
solamente para dar cabida a los representantes de las distintas nacionalidades
surgidas en Expana, y las sesiones plenarias se celebraban en el Madison Square
Garden.
Expaña era un
festival de banderas, fronteras, constituciones, leyes civiles, penales,
monedas (todas de papel), ejércitos, policías, embajadores, etcétera, y algunas
nacionalidades se vendían a caprichosos ricos que querían ejercer de Jefes del
Estado (por Alcalá de Henares pagó doscientos millones de dólares un petrolero
de Texas, a condición de vestir de cardenal renacentista en los actos
oficiales), o se alquilaban para residencia de verano de nudistas,
antropófagos, drogadictos, maricones o Estados-Sanatorio de jesuítas pachuchos
(algunos decían «poco católicos»). Fue un buen negocio.
Hubo, incluso,
nacionalidades simplemente unipersonales: un tal Faustino Pipaón de la Gándara
y Ulises, fue el primero. Llevaba su bandera izada en la chistera, y silbaba un
cuplé, “Muñecos”, constantemente: era su Himno Nacional. Esta moda no prosperó
porque el segundo ciudadano que consiguió su Estatuto de Nacionalidad,
inmediatamente procedió a declarar independiente su parte Sur de la cintura
para abajo, de su parte Norte, de la cintura para arriba, la aduana estaba en
el ombligo; que lo tenía caído, y para conceder la libertad nacional a ambas,
creyó oportuno darse un tajo con una cuchilla de carnicero y separar realmente
ambas nacionalidades, cada una con su independencia y su soberanía. Lo
consiguió, pero murieron ambas.
LECTOR.—¿Cómo se
llamaba el tío?
YO— No, amigo, no fue
ninguno de los que usted se figura. ¡Imagínese con qué alegría se lo hubiese
dicho!
Rafael García Serrano