Pero piense el Gobierno que si España se le va de entre las manos, no podrá escudarse tras de una excusable negligencia. Cuando la negligencia llega a ciertos límites y compromete ciertas cosas sagradas, ya se llama traición.

José Antonio Primo de Rivera.
(F.E., núm. 15, 19 de julio de 1934)

lunes, 12 de octubre de 2009

SOBRE UNA FIESTA.


La de hoy, que tras el pase a la reserva de Santiago Apóstol -tal vez por las connotaciones xenófobas de lo de Clavijo-, se ha convertido en la Fiesta Nacional de España.
Antes, y hasta hace bien poco, este día era el de la Raza. Entendiendo como raza -aviso a memos- lo que siempre se ha entendido en España (ahí tienen el DRAE), cuando la gente estaba menos próxima a la animalidad.
Como tal, como Día de laRaza, se comulgaba la Hispanidad. Una Hispanidad muy distinta de la latinoamericanidad presente, cuando parece que América sólo produce desechos incivilizados, plagios horteras de los gringos a los que Rubén Darío advirtió. Evidentemente, también muy distinta de esta España de rojos de guardarropía y PijoProgres de salón.
La Hispanidad es la que -con el verbo de digno hijo de su padre- definía Eduardo García Serrano en uno de sus editoriales de Sencillamente Radio, en torno a esta fecha del año 2006. Y aquí lo tienen:



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Día de la Hispanidad



Doce de Octubre, Día de la Hispanidad, signo tangible de alianza entre la sangre y la palabra, entre la carne y la cultura de los hombres urbi et orbi. Hispanidad, la Historia, tu historia Mater Hispania, tiempo concebible, palpable y coagulado fluye en torno al fuego de una idea y de la piel canela del mestizaje hispano con mil acentos distintos, en una lengua común fraguada en las espadas, en las sandalias de los monjes y en las espuelas de los capitanes, en el cuero de las monturas y en la tinta de las Leyes de Indias... Mater Hispania, ¡quédate entre nosotros y con nosotros!
Un mar azaul mahón, como un bronce recubierto de esmalte en la fragua, escondía la Terra Incógnita. Es hermoso el viento de la noche en las ramas de los olivos, pero también en las velas de los barcos. Nuestros campesinos se convirtieron en marinos del arado y labraron la mar con tanta energía como las tierras de sus antepasados. Las águilas de España extendieron las alas, nos arrojó el mar a extrañas playas y saludamos al sol ascendente, a la lejanía crepuscular y al barro de una nueva tierra. Dominamos el mundo desde levante hasta poniente y nuestra Patria fue toda la Tierra.
España rompió la barrera del sonido de la realidad en aquel tiempo en el que la voluntad de los españoles no tenía límites porque las obligaciones y las metas que se marcaban tampoco los tenían. Fue entonces, cuando no éramos polvo a la deriva en la Historia, sino que moldeábamos su cauce con orgullo, cuando España llevó más allá del Atlántico el camino que condujo a Dario el Grande hasta Maratón, a Jerjes hasta Salamina, a Filipo hasta el Helesponto, a Alejandro Magno hasta Babilonia y a Escipión hasta Itálica. Iberia, Hispania, España, puro metal de la fundición grecorromana, escribió la historia más grande jamás contada desde Troya, donde comienza la memoria de Occidente, hasta nuestros días, sin un Homero que la cantara.
La Hispanidad es nuestra moira, la forma definitiva de nuestro destino, la línea que lo circunscribe, nuestra misión, nuestro objetivo y la parte de gloria que nos adjudicaron los dioses en aquel tiempo en el que los españoles, con sal en los poros y mar en las venas, vivieron como si fueran inmortales saciando la sed de sus corceles en los abrevaderos de Bucéfalo.
Yo no sé racionalizar la Hispanidad, sólo sé que abracé su cintura con el coraje de Elcano cuando, embarcado en su valor, le dio la vuelta a la Tierra sin más brújula que la de su propia voluntad, que trepé hasta el vértice del mástil de Rodrigo de Triana para avistar la morena arena de tu piel canela, que como Colón lo hiciera besé la playa de tu vientre y que, con Lópe de Aguirre, encontré Eldorado en la fertilidad de tu selva haciendo crecer el fruto desde el fondo de su espesura.
Yo no sé racionalizar la Hispanidad, sólo sé que alumbré sus noches con las naves que con Cortés incendié para conquistar el salvaje corazón de los dioses aztecas, y que después de la batalla la luz del alba venía a rasgarte los ojos, y que te acaricié con la misma ternura con la que Legazpi adoraba la piel de marfil de las diosas orientales de Filipinas.
Yo no sé racionalizar la Hispanidad, sólo sé que me alisté con Pizarro en la aventura andina y que en la cumbre de la cordillera de sus senos hallé la fuente de la eterna juventud que, desesperado, llevó a Ponce de León hasta las marismas de Florida, que doblegué a los caudillos incas y que a los pies de la Mater Hispania puse el botín de sueños que sus guerreros libaban de las sagradas hojas de coca, que vi la luna de plata derramarse sobre el vértigo horizontal de tus pampas, que labré tus volcánicas mesetas y que allá, en la cintura cósmica del sur, entre la arena el viento y la espuma, la sal, la brea y la mar, en el albero de Universo vi como España desgarraba las costuras de la vieja Piel de Toro para mezclar su sangre, tostar su piel y cocer su lengua y su cultura, su historia y su destino, en el barro del Amazonas y al sol de la América Hispana.


Eduardo García Serrano

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